Tragedia
Género teatral caracterizado por el planteamiento de conflictos graves que obligan al protagonista a enfrentarse con su destino. Para que se dé tragedia como tal, debe existir un héroe, una adversidad, la lucha empeñada contra esa fuerza que se le opone, el desenlace fatal, y todo ello expresado con un tono sublime, tanto en el estilo que se emplea como en la puesta en escena.
El género tiene su origen en la Atenas del siglo V a.C., y aparece vinculado a las fiestas teatrales que se organizan en honor del dios Dionisos. En esas celebraciones se representan tres tragedias y un drama satírico. Etimológicamente, tragedia quiere decir “canto del macho cabrío”, y es posible que con ello se haga referencia al apelativo que suele emplearse para denominar a aquel dios.
En la tragedia griega son muy importantes los conceptos de “catarsis” y “mimesis”, planteados por Aristóteles en su Poética. El primero hace referencia al sentimiento de horror compartido durante la contemplación del espectáculo, y la consecuente purificación de las pasiones. El segundo concepto alude a aquello que merece ser imitado de la naturaleza, como es el caso de los conflictos planteados en la tragedia.
Los tres grandes trágicos griegos son Esquilo, Sófocles y Eurípides. De todos ellos conservamos muchas menos piezas que las que escribieron. Esquilo marca la senda posterior del género, al asignar las voces dramáticas a los personajes que salen a escena. Sófocles se caracteriza por la perfección estructural de sus tragedias. Eurípides, por la maestría para reflejar las pasiones humanas y por introducir el recurso del deus ex machina o dios que interviene para dar un giro al final.
Gran influencia tiene el latino Séneca en la tragedia de época moderna, que presenta dos momentos de esplendor en la Inglaterra isabelina de los siglos XVI y XVII, y en la Francia neoclásica. Respectivamente, destacan Chistopher Marlowe (Doctor Faustus) y William Shakespeare (Romeo y Julieta, Otello, Hamlet, Macbeth, El rey Lear), y los trágicos Pierre Corneille (Medea) y Jean Racine (Fedra).
Durante el Romanticismo se cultiva el drama trágico, con ribetes históricos. Es el caso de Hernani, de Victor Hugo, y de obras de los españoles Duque de Rivas (Don Álvaro o la fuerza del sino), Antonio García Gutiérrez (El trovador) y Juan Eugenio Hartzenbusch (Los amantes de Teruel).
A finales del siglo XIX, autores de primera fila vuelven a escribir obras que recogen la herencia de la tragedia. Es el caso de Henrik Ibsen, August Strindberg y Antón Chéjov.